Terrazas y música. Palacios en calles de piedra. Cada tarde, cuando los cruceros del día zarpan, Dubrovnik muestra su cara más íntima. Más al norte, enclaves como Trogir, Zadar o Istria ejercen su propio poder de atracción.
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Fue durante mucho tiempo lugar de referencia de miembros del Gotha y de la aristocracia del dinero. Los Agnelli, los Astor, Truman Capote, Aristóteles Onassis, Winston Churchill o Stavros Livanos eran habituales de este paraíso de la costa dálmata. Otros turistas anónimos acuden desde hace años a la llamada de Dubrovnik, sabiendo que allí van a encontrar el azul imposible del mar Adriático -que nadie intente buscar un color parecido en ningún otro lugar del mundo-, la historia en carne viva de una ciudad que esconde prodigios arquitectónicos, la mejor gastronomía croata y unas gentes amables y hospitalarias, además de una correcta infraestructura de hoteles y restaurantes.
Dubrovnik sigue siendo el destino preferido de la jetexquisita. Que nadie se extrañe si se cruza en el mercado con Andrea Casiraghi o con Jack Nicholson, si sorprende a Carolina de Mónaco escuchando música en una terraza o si el hombre que acaba de estrecharle la mano durante una ceremonia religiosa en la iglesia de los Franciscanos es Jeremy Irons. La ciudad lleva siglos seduciendo a aquellos que huyen de los reductos turísticos de moda. Y es que, a pesar del sinnúmero de famosos que pasean por sus calles, Dubrovnik no es territorio de paparazzi, ni siquiera de cazadores de autógrafos. Parece que los habitantes de la ciudad y sus visitantes de ocasión se hubiesen coligado para que el lugar no perdiese su sencillez legendaria ni el aire señorial que se echaría a perder con una invasión de fotógrafos o de admiradores indiscretos. Así, cuando alguien se cruza con una estrella de la canción o un príncipe europeo, juega a ignorarlo con elegante indiferencia.
Quizá porque parece una ciudad pequeña, Dubrovnik es más lugar de paso que destino de larga permanencia. Cada día, los cruceros se detienen en la ciudad para que cientos de turistas hagan una visita rápida al casco antiguo. Los visitantes fugaces se darán cuenta entonces de que el lugar merece mucho más tiempo y atención.
Dubrovnik tiene a sus espaldas 1.400 años de historia. Desde su fundación en el siglo VII hasta su independencia en 1372 (cuando se convirtió en la república de Ragusa) estuvo gobernada por bizantinos, venecianos y húngaros, que dejaron su impronta en la arquitectura. La extraordinaria pujanza de la república y su poderío económico y militar se hizo notar en las soberbias construcciones, muchas destruidas tras un terremoto en abril de 1667 y vueltas a levantar sin perder su magnificencia.
La ciudad está circundada por una imponente muralla de casi dos kilómetros, construida fundamentalmente en el siglo XIV y que constituía un eficaz baluarte defensivo. Hoy es posible caminar por el adarve de la fortificación (que alcanza en algunos puntos una altura de
Quien pueda demorarse en la ciudad encontrará elementos dignos de admiración en cada esquina. La escalinata barroca que conduce a la iglesia de los jesuitas es una copia, en pequeña escala, de la de la plaza de España de Roma. El monasterio de los franciscanos posee un pacífico jardín, que invita a pasear en silencio, y una de las farmacias más antiguas de Europa, donde podrá comprar tiritas contemplando tarros de farmacopea anteriores al siglo XVII. La arquería del claustro del convento de los dominicos, de estilo gótico-renacentista, merece una visita. Ya en la calle, hay decenas de lugares donde hacer un alto en el camino ante un helado o un café mientras se siguen descubriendo detalles de la singular arquitectura.
Durante el día, Dubrovnik es un lugar precioso y lleno de vida. Pero el idilio definitivo se produce por la noche, cuando ya las hordas de cruceristas han abandonado la ciudad y quedan ella, los locales y los afortunados que han tomado la sabia decisión de convertir Dubrovnik en destino vacacional. La catedral permanece abierta y es posible visitarla bajo la luz equívoca de las velas. Los edificios están iluminados por antiguos faroles, cuyo resplandor amarillo hace evocar épocas pasadas y arranca a la piedra un brillo singular. El suelo pulido de la calle de Placa resplandece como si estuviese mojado por la lluvia, y las murallas parecen tan blancas como la sal.
Música en vivo
La grata temperatura nocturna convierte las cenas al aire libre en un verdadero placer. Además, los horarios son flexibles y se puede cenar pasadas las doce. En plazas y calles hay locales con terraza y música en vivo. Nada es más agradable que acomodarse en uno de los mullidos sillones de Troubadour -el local preferido de Carolina de Mónaco-, donde una banda de jazz interpreta viejos temas de Irving Berlin, Cole Porter o los Gershwin. También tiene éxito el bar Hemingway, con vistas al palacio de los Rectores, y el café Cjenic, situado en un lateral de la iglesia de San Blas. Un lugar inolvidable es Buza, cerca de la escalinata de San Ignacio: una puerta con aspecto de pasadizo secreto nos lleva a un local con varias terrazas literalmente suspendidas sobre el mar.
La gastronomía dálmata es otro placer. No hay que marcharse sin probar la bouzara (una especie de guiso de cigalas), las distintas variedades de arroces o los mejores calamares fritos del mundo: son pequeños y tiernos, y se sirven empanados. En Dubrovnik hay decenas de sencillos restaurantes donde probar las especialidades locales sin hacer frente a cuentas escandalosas. Uno de los mejores es el informal Kamenice. En su terraza sirven deliciosas frituras de pescado y un arroz de calamares insuperable. La cuenta para dos no llegará a 40 euros, pero es necesario ir temprano: no hacen reservas y suele haber cola. Para una cena romántica, nada mejor que el Victoria, en el hotel Villa Ursula, situado en una terraza emparrada con vistas espectaculares.
En cuanto al alojamiento, los hoteles en Dubrovnik son bastante caros. El mejor de todos es el lujoso Villa Argentina, situado a
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